Destellos y fogonazos. Humo irrumpiendo en el azul cielo. Techos destrozados, ventanas rotas. Las carreteras llenas de escombros aquí y allá. Todo es una locura y todos se preguntan: ¿porqué están? Porque están en el infierno. ¿Acaso alguien se lo merece? No hay flores ni pájaros, tampoco sol.
El grupo se mueve lentamente, sabe que el enemigo está cerca. El grupo va vestido de verde, lleva casco, sus integrantes son poco morenos. Y el enemigo está cerca. Ellos no van de verde ni llevan casco, pero sí son más morenos, mucho más morenos, en realidad, es de las pocas cosas que los distinguen.
El destacamento está asustado hoy. Ayer derribaron a cinco de sus compañeros, cada vez son menos, hace una semana eran una multitud. Han perdido contacto con la base y la carretera sigue llena de escombros. El capitán, sin embargo, intenta levantar la moral de sus compañeros, hace cinco minutos dio palabras de ánimo a sus compañeros aun sabiendo que es difícil que sobrevivan.
La misión es bien sencilla, deben cruzar la ciudad, al otro lado les espera la base, les esperan refuerzos y víveres y amigos. Pero no todo es fácil, los enemigos están entre los ciudadanos, ¿quién podrá dispararles? No visten de uniforme, como ellos. Están en su territorio, no como ellos. Son muy morenos, no como ellos.
Los soldados se apostan tras un edificio en ruinas con el objetivo de tener cobertura. Miran por entre los huecos de las ventanas. Uno de ellos avanza para alertar al grupo de algún peligro. No ve nada extraño, pero está nervioso, siente el peligro, lo intuye, aunque ya no sabe si su intuición es miedo u otra cosa.
El capitán da la orden de avanzar y comienzan todos a correr para intentar llegar al edificio de enfrente. Lo consiguen. Nada les interrumpe excepto el solitario llanto de un niño que por un momento eclipsa al resto de ruidos. Alguien se preocupa por él, aunque no importa. El destacamento debe continuar.
Intentan alcanzar otro puesto seguro, otro edificio, pero esta vez no será tan fácil. Oyen disparos y cuando quieren darse cuenta el capitán yace herido en mitad del trayecto. Le sangra la pierna, grita de dolor, el rojo mancha al suelo. El grupo conmocionado sabe que debe hacer algo por él. Los más inteligentes permanecen tras la pared, ni siquiera saben desde dónde han sido disparados, pero a uno de ellos le desfallecen los nervios y sale corriendo a recoger a su capitán. Corre con fuerza, grácil, y las balas con su característica tonalidad revuelven el aire y los oídos y su pecho. Los soldados ven como su cuerpo comienza a estallar en carmesíes y verdes, primero su pectoral, haciéndole moverse como a un muñeco, luego la cabeza, que en una mueca de dolor intenta decir algo antes del fin.
Uno de los restantes empieza a llorar. El capitán chilla implorándoles que se marchen. Los dos que quedan saben que no pueden dejarle ahí. Maldito enemigo, si le hubieran matado ya no tendrían que preocuparse de él. Pero ahí sigue, sufriendo, con la pierna llena de plomo o de uranio. Se plantean un rápido rescate, uno de ellos empieza a subir corriendo las escaleras del edificio, desde arriba podrá identificar al agresor, los dos, abajo, tendrán que sacar al capitán de la línea de fuego.
El guerrero consigue alcanzar la azotea, la vista es desoladora. Hasta entonces no lo había hecho y ahora sólo por un segundo se da cuenta del lugar en el que está. Destellos y fogonazos, muerte. Pero no puede atenerse a contemplaciones, agachado recorre las cuatro esquinas del lugar y halla el mejor sitio para poder proteger a sus compañeros. Avisa a los mismos de que pueden empezar y uno de ellos se asoma para esconderse de inmediato. La respuesta enemiga no se hace esperar y las balas se estrellan contra la pared. Pero el oteador desde su viso ha identificado al enemigo. Nada puede impedirle acabar con su vida, observa a través de la mira telescópica busca a su objetivo en la lejanía. Fue el mejor de su promoción como francotirador. No tarda en dar con él y asesinarle.
El camino está libre indica con un gesto a sus colegas y mientras uno vigila el otro sale corriendo a por el herido. Todo parece despejado. En un momento están cargando con él, llevándole a lugar seguro. En esos instantes parece como si la tranquilidad se hiciese con todo, como si el tiempo se ralentizase, como si el mundo fuera de color salmón y el repicar de la sangre del capitán contra el suelo fuese una bagatela, una tontería.
Mientras, el vigilante no ve a nadie desde las alturas, pero oye algo extraño, unos pasos que se alzan de la nada. Se pone nervioso, ¿dónde están? Corre esquina tras esquina hasta verles: les han rodeado. Justo desde el lado contrario por el que les estaba disparando aquel que hirió al capitán se aproximan los enemigos, les han cogido por la espalda. Son tres. Llevan metralletas, pero, curiosamente, no disparan. Gritan en un idioma incomprensible. Los que estaban cargando al capitán se ven obligados a dejarle en el suelo junto a sus armas mientras ellos siguen hablando en ese idioma incomprensible y hacen gestos con las manos. El de arriba, el encargado de vigilar, se da cuenta de su tremendo error y pretende enmendarlo apuntando a la cabeza de uno de los tres. Aprieta el gatillo. Ve sus sesos esparcirse y estrellarse contra el suelo.
Ellos, los más morenos, corren despavoridos, poniéndose a cubierto.
Los menos morenos o los de verde, intentan desesperadamente arrastrar al capitán tras una pared. Pero no lo consiguen pues el redoblar de la metralleta martillea el aire y los huesos y órganos de uno de ellos, muriendo al instante. El otro de verde se ve obligado a huir precipitadamente. Su querido capitán, junto a su querido compañero quedan aparcados sobre el asfalto, junto a los escombros.
La situación se ha vuelto mucho más peligrosa de lo que esperaban. Y ese que estaba en la azotea llama a su compañero para que suba a la vez que intenta disparar a otro de los más morenos. Pero ya no están, han desaparecido.
Al poco están juntos los dos, viendo gran parte de la ciudad, de un lado para otro buscando a los enemigos. Uno de ellos cubre la entrada del edificio, el otro mira en todas direcciones. Gracias dan porque sus adversarios tienen metralletas anticuadas y ellos potentes rifles último modelo con mira telescópica.
Pasan las horas y nada altera el semblante de la ciudad, o nada parece alterarlo. De vez en cuando oyen disparos en la lejanía, aquel solitario llanto de un niño vuelve a escucharse por última vez antes de cortarse abruptamente.
Los dos soldados comienzan a tener sed, mucha sed. Se saben rodeados aunque no puedan ver a quienes les rodean. En ese país hace un calor asfixiante y no tienen agua. La última botella la guardaba el capitán. Deberían bajar a por ella, quizá todavía el capitán esté vivo, existe esa remota posibilidad. También deberían esperar a ver si llegan refuerzos, aliados, también existe esa remota posibilidad.
Desesperados deciden bajar de la azotea. Lentamente. Saben que a cada paso se juegan la vida. No hacen ningún ruido. Puede que el enemigo se haya cansado de esperar y se haya marchado. Existen tantas remotas posibilidades…
Alcanzan tierra firme y uno de ellos ha de aventurarse a ver si el capitán está vivo y a recoger el agua. El otro le cubrirá en la medida de sus posibilidades. El plan comienza a ejecutarse cuando aparece en la escena alguien inesperado, un niño, agarrado a un muñeco de trapo avanza hasta el capitán y comienza a hurgarle en los bolsillos. Los soldados admiran con horror la situación. Ellos no pueden pararse y menos ahora, necesitan el agua para poder seguir adelante. El encargado de conseguirla se precipita hasta el capitán, intentando ignorar lo máximo posible al niño, quien le hace estremecerse. Llega hasta él y comprueba su pulso: está muerto. El niño a su vez coge una pistola del bolsillo del capitán, sabe a duras penas lo que es, ha visto utilizarla un millar de veces, pero desconoce toda su capacidad. Y mucho menos es capaz de imaginarse que sería disparado por ello.
El compañero que cubría al expedicionario ve todo con claridad. El niño ha cogido la pistola y va a matar a su amigo, no puede permitirlo. Con rapidez apunta al niño y le dispara. No tuvo tiempo más que para apuntar al cuerpo. Lo que él no sabía es que llevaba atado un cinturón con dinamita haciéndole estallar en mil pedazos. El capitán y el otro también revientan. El aire se convierte en un humo gris con retazos de sangre.
Después se oyen gritos en un idioma incomprensible. El soldado empieza a llorar al darse cuenta de lo que ha hecho. Sale al descubierto y empieza a disparar a todo lo que ve mientras avanza. Mata a uno y a dos y a tres en su carrera. Una suerte de disparo en la pierna le detiene haciéndole trastabillar para finalmente caerse. Le duele muchísimo el muslo que mana su vida sin piedad y comienza a maldecir en todas direcciones. Nota como su conciencia empieza a desfallecer, pero no le cogerán tan fácilmente, en un esfuerzo supremo de voluntad, agarra y alza su rifle caído y mira en su derredor buscando a alguien a quien matar. Ve a una persona, no sabe quién es, da igual: dispara. Ve a otra persona o le parece verla, no sabe quién es, da igual: dispara. Ve a una tercera, pero esta vez no logra disparar, el enemigo acaba de cercenarle el brazo. Se cae hacia atrás mientras los ojos se le vuelven y se marcha de este mundo.
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Creo que es una de tus mejores obras, ya me sorprendió en otras ocasiones.
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