jueves, 30 de julio de 2009

Barbafuego

Esta es la historia de Barbafuego, un hombre que cayó en la ruina.

Hasta entonces su vida había sido como el atardecer o amanecer en la playa. Pero tras quedar en la ruina llegó la noche, fría y despiadada compañera.

De entre las muchas anécdotas que podría contar hoy, he decidido escoger la ocasión en que se ganó su nombre: Barbafuego ¿y porqué? Pues la verdad es que es muy sencillo…

Barbafuego carecía, como suele decirse, de dinero. Hacía vida en la calle y comía desperdicios. Siempre llevaba la misma camisa y limpia, si podía. Sobrevivía en base a una idea muy curiosa, y es que le encantaban los filetes. Tenía buenos recuerdos de ellos, especialmente de cuando era pequeño y disfrutaba de aquel delicioso sabor a carne, grasa y hollín. Se deleitaba diariamente evocando tales sensaciones y esto, damas y caballeros, le ayudó a permanecer cuerdo. Si comía basura pensaba que algún día mordería un buen filete; si pasaba frío al dormir, soñaba que se encontraba frente al generoso fuego de una barbacoa.

Y así transcurría el tiempo mientras pensaba en filetes y más filetes hasta que un día se le ocurrió que podría ahorrar para ver tal deseo hecho realidad. Poquito a poquito, quitando de aquí y quitando de allá, llegaría en algún momento a tener dinero suficiente como para comprar un solomillo.

Y así lo hizo: lo compró.

Era un pedazo de carne enorme. Dignísimo de un jefe o un alcalde o un rey. Barbafuego estaba tan emocionado que en la carnicería sus ojos lloraron contagiando al carnicero, quien no pudo menos que cobrarle la mitad de su precio.

Con el dinero sobrante decidió comprar unas tablas para hacer la barbacoa. Que fuesen grandes y que fuesen muchas, pensando que para una vez que se compra un filete, no podía faltar el fuego.

Conocía una llanura cercana a un bosque que poseía, como por casualidad, una construcción que la gente utilizaba para hacer barbacoas. Era el sitio perfecto, había una gran rejilla de metal encima de un hueco de piedra. Allí puso todas las tablas y las prendió gracias al mechero que solía utilizar en las emergencias.

¡Oh, Fuego! ¡Oh! Qué precioso es, ¿verdad? Así lo pensaba nuestro amigo escuchando crepitar la madera.

Qué nervios tenía cuando se disponía a poner el filete sobre la rejilla… Al final lo tiró cerrando los ojos y el destino puso las cosas en marcha.

Barbafuego observó sonriente durante unos minutos cómo su rojo filete se tostaba adquiriendo corteza. Pero tardaba mucho, era muy lento el proceso y se impacientó. Rebuscó tratando de encontrar un tenedor de entre sus cosas, pinchó al filete y lo recolocó en la rejilla, dejándolo en su centro. Ahora sí que la temperatura era perfecta. El solomillo se doraba conforme las pequeñas llamas crecían. Qué bonito verlo, contemplar al fuego trabajando, luchando contra la cruda carne y sonreír al apreciar su supremacía.

Entre tales actitudes se hallaba Barbafuego cuando se percató de que las llamas ya eran muy altas, sería mejor retirar un poco el filete. Agarró el tenedor y pinchó en la carne con firmeza. ¡Ay! Se quemó, tendría que repetirlo con más cuidado. Pero ¡ay! Se volvió a quemar. Tuvo que frotarse el brazo para aliviar el dolor.

Debía volver a intentarlo, rescatar a su querido solomillo del malvado fuego. Así que aunó fuerzas, contuvo la respiración y se volvió a quemar. Y mucho.

Qué dolor, qué dolor era el suyo. ¿Cómo lo sacaría de allí? No quería que le quedase muy hecho, adoraba el regusto a sangre en la carne. Barbafuego necesitaba pensar: ¿Cómo lo haría? Miró entre sus pertenencias buscando una salida y encontró un cordel.

¡Ya está! Ataría un palo al tenedor y conseguiría sacar sus esperanzas de aquel infierno. Con ese invento nada podía fallar, sólo tenía que buscar una madera robusta, firme y que no estuviese seca, después la enlazaría al tenedor y asunto arreglado.

“Menos mal que se me ha ocurrido” se decía el indigente buscando el palo. No tardó mucho en hallarlo y en ejecutar su invención. Cuando hubo terminado respiró profundamente con orgullo y se puso manos a la obra.

Con el tenedor extendido pinchó el filete, pero era tan grande que se le cayó al intentar levantarlo. No pasaba nada, se repetía una y otra vez, pero no era fácil conseguirlo.
Entretanto, una gota de sudor y de preocupación apareció en su rostro. Las llamas seguían creciendo y las tablas crujían, ya era casi imposible que la carne quedase como a él le gustaba. Esto le enervaba, dificultando el levantamiento.

De repente se le ocurrió que quizás el palo no aguantase el calor, los nervios solían jugarle tales pasadas, pero él se aferraba al pensamiento de que la madera era robusta, firme y húmeda, impidiéndola así arder rápidamente y deshacerse.

Barbafuego tenía razón: el palo no se quemó; el tenedor tampoco, pero el cordel que los unía sí.
El tridente clavado quedó sobre el solomillo, erigiendo sobre las llamas su figura; el cordel se desintegró y el indigente permaneció de pie boquiabierto y con un palo robusto, firme y húmedo en la mano.

“¡Ahhhhhh!” gritó, claro que gritó: “¡Ahhhhhh!” Su filete… Era su filete, era sus ahorros, sueños y sacrificios. “¡Ahhhhhh!” Gritó otra vez. Se teñía de marrón o negro por momentos. Era espantoso.

Intentó meter la mano en desesperada rogativa. Pero era imposible, se quemó una, dos y tres veces más hasta aceptar la derrota: se quemaría, ardería como ardió Troya, como “El Coloso en llamas”, como la gente mala en el infierno. Con grandes esfuerzos se resignó a ello, lo aceptó como tantas otras ilusiones estropeadas en la vida e, inmóvil, contempló el espectáculo.

La carne se endurecía, se ennegrecía, de ella nacían pequeñas llamitas, y el tenedor enhiesto recordaba la posibilidad que se perdió. Su filete se quemaba y se quemaba de verdad.

Estando ya abatido, hecho a la idea. Algo surgió en su interior que le dijo: No, no, no puedes permitirlo. La adrenalina, la pasión, la valentía, las esperanzas y la estupidez se apoderaron de su cuerpo, lanzándose con la boca abierta para que, costase lo que costase, al menos tuviese el recuerdo del sabor de su filete.

Y recuerdo efectivamente consiguió: se quedó con un diente menos por morder metal y ganó un apropiado apodo: Barbafuego.

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