viernes, 31 de julio de 2009

La barrera del sonido

Es absolutamente común que a una persona que le guste un estilo musical, no le gusten otros, es decir, a mucha gente sólo le gusta el heavy, sólo le gusta el flamenco, etc… A veces sucede, que le gusta muchísimo un estilo y prácticamente nada de los demás, exceptuando quizá canciones que suenen en la televisión o en la radio.

Si se piensa detenidamente este hecho, es realmente extraño. Yo me di cuenta hace no mucho y llegué a algo que puede parece una esperpéntica conclusión, y que he denominado (perdónenme el frikismo) “La barrera del sonido”.

¿Qué es esta barrera del sonido? Pues bien, es muy sencillo, se sabe ya por diversos estudios que al oído le gusta más algo que está acostumbrado a escuchar. Esto quiere decir por ejemplo, que de buenas a primeras hay más posibilidades de que te apetezca escuchar más la 40º sinfonía de Mozart que el concierto para violín de Brahms. Por elegir otro estilo, es más fácil que te apetezca escuchar el “Come together” de The Beatles que el “Mekanïk Destruktïw Kommandöh” de Magma.

Esto es algo que se me enseñó en el instituto. Pero claro, se refiere a canciones. Sin embargo, un estilo, se conforma de relaciones entre canciones, quiero decir, pequeños parecidos, ínfimas imitaciones y plagios descarados entre músicos de una generación. Y también algo muy importante: más allá de las melodías o armonía típicas de un estilo, se da un fenómeno muy curioso y que es la semejanza del propio estilo en cuanto a timbre. Por ejemplo, la distorsión en el heavy metal, y no creáis que es una distorsión cualquier, porque el nu metal utilizará otro tipo de distorsiones, al igual que el trash metal y al igual que cualquier otro estilo. El pop, tiene sus identificativos… En la música electrónica, se puede llegar a distinguir un estilo sólo por el sonido del bombo y de la caja…

Lo que acabo de decir es algo que está ahí y es relativamente obvio, mas sus consecuencias llegan lejos. ¿Por qué a una persona le gusta el hip hop y no el hard rock? ¿Por qué a otro le gusta el hard rock y no el hip hop? Para mí, la respuesta es muy sencilla, simplemente porque vivió en otra época y tuvo otros amigos. Cuando dos personas son de la misma generación, hay que admitir que es por pura casualidad, es decir, por la música que circulase en su ambiente. Lo que acabo de decir parece una supina estupidez, pero piénsese un segundo. ¿Acaso no se suele escuchar la música que se oyó en pubertad o en aquellos momentos en los que descubrimos el placer por la música?

Esto lo saben bien los productores musicales, y demás gente del mundillo. Y digo lo saben, aun teniendo muy presente que la mayoría lo desconocen. Simplemente se limitan a hacer lo que ya han hecho otros, a intentar calcar el sonido que se supone que un estilo debe tener. ¿Por qué? Porque así se vende más. Imagínense ustedes el fracaso que sería hacer un álbum de pop con una producción metalera.

Sin embargo, esto es un extremo. En el otro extremo estaría la gente a la que no le importa absolutamente lo que suene, que ellos serán felices escuchándolo (nadie realmente es un purista en este lado, al igual que en el otro).

Ambos extremos olvidan que la música está hecha para transmitir sentimientos. Y no es lo mismo un sentimiento que otro, y no es lo mismo cómo esté hecho, cómo esté narrado. El problema está no en el gusto de la gente (a cada uno que le guste lo que quiera) sino en su cabeza. “La barrera del sonido” es un hecho puramente psicológico, que quizá tenga que ver con que los sonidos que no son familiares se asocian instintivamente con algún tipo de peligro. De cualquier manera, “la barrera del sonido” se puede traspasar y se pueden llegar a escuchar muchos estilos diferentes y ser crítico con ellos, algunos te gustarán y otros no, y puede que te apetezcan sólo para un momento determinado, se trata de los sentimientos que quieras escuchar en ese momento.

Lo usual sería que un músico tuviese más posibilidades de traspasar esta barrera que una persona común (sí, esos a los que llamamos “mortales”, jeje). Pero nada más lejos de la realidad, este hecho nos afecta a todos y nadie se curará nunca de él, conozco a gente que no ha tocado un instrumento en su vida y tiene una cultura musical impresionante, y veo a músicos profesionales en la televisión diciendo fascistadas musicales.

La conclusión definitiva sería que la música está hecha para vivirla, no para clasificarla.

jueves, 30 de julio de 2009

El pelotón perdido

Destellos y fogonazos. Humo irrumpiendo en el azul cielo. Techos destrozados, ventanas rotas. Las carreteras llenas de escombros aquí y allá. Todo es una locura y todos se preguntan: ¿porqué están? Porque están en el infierno. ¿Acaso alguien se lo merece? No hay flores ni pájaros, tampoco sol.

El grupo se mueve lentamente, sabe que el enemigo está cerca. El grupo va vestido de verde, lleva casco, sus integrantes son poco morenos. Y el enemigo está cerca. Ellos no van de verde ni llevan casco, pero sí son más morenos, mucho más morenos, en realidad, es de las pocas cosas que los distinguen.

El destacamento está asustado hoy. Ayer derribaron a cinco de sus compañeros, cada vez son menos, hace una semana eran una multitud. Han perdido contacto con la base y la carretera sigue llena de escombros. El capitán, sin embargo, intenta levantar la moral de sus compañeros, hace cinco minutos dio palabras de ánimo a sus compañeros aun sabiendo que es difícil que sobrevivan.

La misión es bien sencilla, deben cruzar la ciudad, al otro lado les espera la base, les esperan refuerzos y víveres y amigos. Pero no todo es fácil, los enemigos están entre los ciudadanos, ¿quién podrá dispararles? No visten de uniforme, como ellos. Están en su territorio, no como ellos. Son muy morenos, no como ellos.

Los soldados se apostan tras un edificio en ruinas con el objetivo de tener cobertura. Miran por entre los huecos de las ventanas. Uno de ellos avanza para alertar al grupo de algún peligro. No ve nada extraño, pero está nervioso, siente el peligro, lo intuye, aunque ya no sabe si su intuición es miedo u otra cosa.

El capitán da la orden de avanzar y comienzan todos a correr para intentar llegar al edificio de enfrente. Lo consiguen. Nada les interrumpe excepto el solitario llanto de un niño que por un momento eclipsa al resto de ruidos. Alguien se preocupa por él, aunque no importa. El destacamento debe continuar.

Intentan alcanzar otro puesto seguro, otro edificio, pero esta vez no será tan fácil. Oyen disparos y cuando quieren darse cuenta el capitán yace herido en mitad del trayecto. Le sangra la pierna, grita de dolor, el rojo mancha al suelo. El grupo conmocionado sabe que debe hacer algo por él. Los más inteligentes permanecen tras la pared, ni siquiera saben desde dónde han sido disparados, pero a uno de ellos le desfallecen los nervios y sale corriendo a recoger a su capitán. Corre con fuerza, grácil, y las balas con su característica tonalidad revuelven el aire y los oídos y su pecho. Los soldados ven como su cuerpo comienza a estallar en carmesíes y verdes, primero su pectoral, haciéndole moverse como a un muñeco, luego la cabeza, que en una mueca de dolor intenta decir algo antes del fin.

Uno de los restantes empieza a llorar. El capitán chilla implorándoles que se marchen. Los dos que quedan saben que no pueden dejarle ahí. Maldito enemigo, si le hubieran matado ya no tendrían que preocuparse de él. Pero ahí sigue, sufriendo, con la pierna llena de plomo o de uranio. Se plantean un rápido rescate, uno de ellos empieza a subir corriendo las escaleras del edificio, desde arriba podrá identificar al agresor, los dos, abajo, tendrán que sacar al capitán de la línea de fuego.

El guerrero consigue alcanzar la azotea, la vista es desoladora. Hasta entonces no lo había hecho y ahora sólo por un segundo se da cuenta del lugar en el que está. Destellos y fogonazos, muerte. Pero no puede atenerse a contemplaciones, agachado recorre las cuatro esquinas del lugar y halla el mejor sitio para poder proteger a sus compañeros. Avisa a los mismos de que pueden empezar y uno de ellos se asoma para esconderse de inmediato. La respuesta enemiga no se hace esperar y las balas se estrellan contra la pared. Pero el oteador desde su viso ha identificado al enemigo. Nada puede impedirle acabar con su vida, observa a través de la mira telescópica busca a su objetivo en la lejanía. Fue el mejor de su promoción como francotirador. No tarda en dar con él y asesinarle.

El camino está libre indica con un gesto a sus colegas y mientras uno vigila el otro sale corriendo a por el herido. Todo parece despejado. En un momento están cargando con él, llevándole a lugar seguro. En esos instantes parece como si la tranquilidad se hiciese con todo, como si el tiempo se ralentizase, como si el mundo fuera de color salmón y el repicar de la sangre del capitán contra el suelo fuese una bagatela, una tontería.
Mientras, el vigilante no ve a nadie desde las alturas, pero oye algo extraño, unos pasos que se alzan de la nada. Se pone nervioso, ¿dónde están? Corre esquina tras esquina hasta verles: les han rodeado. Justo desde el lado contrario por el que les estaba disparando aquel que hirió al capitán se aproximan los enemigos, les han cogido por la espalda. Son tres. Llevan metralletas, pero, curiosamente, no disparan. Gritan en un idioma incomprensible. Los que estaban cargando al capitán se ven obligados a dejarle en el suelo junto a sus armas mientras ellos siguen hablando en ese idioma incomprensible y hacen gestos con las manos. El de arriba, el encargado de vigilar, se da cuenta de su tremendo error y pretende enmendarlo apuntando a la cabeza de uno de los tres. Aprieta el gatillo. Ve sus sesos esparcirse y estrellarse contra el suelo.

Ellos, los más morenos, corren despavoridos, poniéndose a cubierto.

Los menos morenos o los de verde, intentan desesperadamente arrastrar al capitán tras una pared. Pero no lo consiguen pues el redoblar de la metralleta martillea el aire y los huesos y órganos de uno de ellos, muriendo al instante. El otro de verde se ve obligado a huir precipitadamente. Su querido capitán, junto a su querido compañero quedan aparcados sobre el asfalto, junto a los escombros.

La situación se ha vuelto mucho más peligrosa de lo que esperaban. Y ese que estaba en la azotea llama a su compañero para que suba a la vez que intenta disparar a otro de los más morenos. Pero ya no están, han desaparecido.

Al poco están juntos los dos, viendo gran parte de la ciudad, de un lado para otro buscando a los enemigos. Uno de ellos cubre la entrada del edificio, el otro mira en todas direcciones. Gracias dan porque sus adversarios tienen metralletas anticuadas y ellos potentes rifles último modelo con mira telescópica.

Pasan las horas y nada altera el semblante de la ciudad, o nada parece alterarlo. De vez en cuando oyen disparos en la lejanía, aquel solitario llanto de un niño vuelve a escucharse por última vez antes de cortarse abruptamente.

Los dos soldados comienzan a tener sed, mucha sed. Se saben rodeados aunque no puedan ver a quienes les rodean. En ese país hace un calor asfixiante y no tienen agua. La última botella la guardaba el capitán. Deberían bajar a por ella, quizá todavía el capitán esté vivo, existe esa remota posibilidad. También deberían esperar a ver si llegan refuerzos, aliados, también existe esa remota posibilidad.

Desesperados deciden bajar de la azotea. Lentamente. Saben que a cada paso se juegan la vida. No hacen ningún ruido. Puede que el enemigo se haya cansado de esperar y se haya marchado. Existen tantas remotas posibilidades…

Alcanzan tierra firme y uno de ellos ha de aventurarse a ver si el capitán está vivo y a recoger el agua. El otro le cubrirá en la medida de sus posibilidades. El plan comienza a ejecutarse cuando aparece en la escena alguien inesperado, un niño, agarrado a un muñeco de trapo avanza hasta el capitán y comienza a hurgarle en los bolsillos. Los soldados admiran con horror la situación. Ellos no pueden pararse y menos ahora, necesitan el agua para poder seguir adelante. El encargado de conseguirla se precipita hasta el capitán, intentando ignorar lo máximo posible al niño, quien le hace estremecerse. Llega hasta él y comprueba su pulso: está muerto. El niño a su vez coge una pistola del bolsillo del capitán, sabe a duras penas lo que es, ha visto utilizarla un millar de veces, pero desconoce toda su capacidad. Y mucho menos es capaz de imaginarse que sería disparado por ello.

El compañero que cubría al expedicionario ve todo con claridad. El niño ha cogido la pistola y va a matar a su amigo, no puede permitirlo. Con rapidez apunta al niño y le dispara. No tuvo tiempo más que para apuntar al cuerpo. Lo que él no sabía es que llevaba atado un cinturón con dinamita haciéndole estallar en mil pedazos. El capitán y el otro también revientan. El aire se convierte en un humo gris con retazos de sangre.

Después se oyen gritos en un idioma incomprensible. El soldado empieza a llorar al darse cuenta de lo que ha hecho. Sale al descubierto y empieza a disparar a todo lo que ve mientras avanza. Mata a uno y a dos y a tres en su carrera. Una suerte de disparo en la pierna le detiene haciéndole trastabillar para finalmente caerse. Le duele muchísimo el muslo que mana su vida sin piedad y comienza a maldecir en todas direcciones. Nota como su conciencia empieza a desfallecer, pero no le cogerán tan fácilmente, en un esfuerzo supremo de voluntad, agarra y alza su rifle caído y mira en su derredor buscando a alguien a quien matar. Ve a una persona, no sabe quién es, da igual: dispara. Ve a otra persona o le parece verla, no sabe quién es, da igual: dispara. Ve a una tercera, pero esta vez no logra disparar, el enemigo acaba de cercenarle el brazo. Se cae hacia atrás mientras los ojos se le vuelven y se marcha de este mundo.

El Desenfrenado: Artisteo

El Desenfrenado se hizo famoso por hazañas como la siguiente:

Un día apareció, nadie sabe porqué, en una galería en la que un artista exponía su obra. El Desenfrenado paseó cuadro por cuadro mirando el arte de esos trazos desparejos, de esas líneas geométricas, de ese no saber lo que se ve. Estuvo buen rato deambulando por aquí y por allá hasta que llegado un momento se sintió estafado. A partir de entonces solamente buscó por aquí y por allá a esos típicos camareros que sirven champán y canapés.

La cosa no hubiera ido a más probablemente si el autor llamado Brad Güisqui no hubiese hecho acto de presencia. Pero ocurrió que en el lugar se encontraba, cómo no, al ser el día de estreno de su obra, su gran obra. Los periodistas aleteaban como moscas.

Y llegó la hora en la que el creador debía comparecer ante su estimado público. Para ello se había preparado una enorme sala con una tarima con micrófono para que pudiese hablar. Además, en el centro de la estancia había una misteriosa mole cubierta por un gran pedazo de tela de color lila. Los periodistas acudieron volando en cuanto se dio el aviso por megafonía, el Desenfrenado a quien despertó la curiosidad tanto revuelo también marchó hacia allá.

En seguida los flases iluminaban el lugar haciendo que pareciese una fiesta de fuegos de artificio. Y en medio de tal alboroto apareció Brad Güisqui. Llevaba coleta y gafas, vestía un traje negro y una camisa lila, del mismo lila que tapaba aquella mole que era el epicentro de los misterios.

Sus palabras no se hicieron esperar.

-Buenas noches. Me siento orgulloso de poder estar esta noche aquí con ustedes para presentarles el trabajo de mis últimos años.

Los gritos y los aplausos eran un turbión.

-Especialmente por un motivo. La última estatua que he creado tras mucho esfuerzo y dedicación. Como día de estreno que es podréis verla en exclusiva, como nadie excepto yo he hecho hasta el momento. Su nombre es... ¡Pasión Lila!

Y cuatro individuos trajeados y musculosos tiraron del manto que cubría a la estatua dejándola descubierta.

Tal estatua era un amasijo de hierros yuxtapuestos, todos, por supuesto, de color lila. Tenía formas inciertas y paralelismos abstractos. Era como si alguien hubiera imaginado que se caía que se caía, como si hubiese soñado que de repente, en la infinitud astral de las hojas de los árboles todo era perenne y caduco.

La gente se maravilló al ver tal espectáculo y al unísono se oyó un gran “¡Oh!” de admiración. Nadie sabía qué era exactamente lo que estaban viendo. Pero parecía no importar.

Mientras tanto Brad Güisqui henchía su pecho de orgullo a la par que proclamaba:

-Es mi obra perfecta, el súmmum de la evocación. ¡Pasión lila! Probablemente de todas mis obras, sea esta la que alcance la posteridad.

La gente comenzó a vitorear, e incluso unos cuantos comenzaron a alzar la mano levantando papeles como si les hubiera tocado la lotería o como si quisiesen vender todas sus acciones. El Desenfrenado ni se inmutó pero la rebelión le estallaba dentro y como antaño hiciera en el colegio, levantó también la mano y esperó a que los demás bajasen las suyas. Al ver esto el artista y tras observar que por mucho que él hablase, que lo hizo, el Desenfrenado no bajaba su brazo, se vio obligado a parar su discurso y preguntar:

-Dígame señor, ¿le pasa algo?

-Tenía una pregunta.

-Ahhh, muy bien, muy bien, pregunte, pregunte.

-Quería saber qué significa esto.

-Jajaja. ¿El qué? ¿Mi estatua? ¿Pasión lila? No es lo que significa sino lo que provoca. Lo importante es causar sensaciones, esa es la finalidad del arte, y mi obra, mi gran obra lo consigue a la perfección. ¿Lo ves? Incluso a ti te ha calado hondo.

-Pues debes tener razón. Pero me gustaría añadir que yo también sé hacer lo que tú haces, y no necesito tantos medios.

-¿Ah, sí? Me gustaría verlo. ¿Qué es lo que haces?

-Pues verá, es una especie de comunicación entre las personas. Una comunicación especial en la que se transmiten profundos sentimientos. Y le puedo asegurar que no conozco a nadie que tras mis demostraciones se haya quedado sin palabra.

-¿Pero es música? ¿Baile?

-No exactamente, es una especie interacción, con el otro. Lo más parecido que conozco en estas cosas del artisteo, es el baile.

-¿¡Y cómo no lo ha dicho usted antes!? Suba aquí y demuéstralo, creo que nuestra concurrencia no tendrá ningún inconveniente en ello.

-Noooooooo. Queeee suba. Queeee suba. – respondió la prole.

Y el Desenfrenado camino lentamente hasta la tarima y subiendo los escalones llegó a estar enfrente de Brad quien le dijo:

-Bueno, y ¿cuándo nos va a enseñar su talento?

-Ahora - ¡Plas!

El Desenfrenado le metió un guantazo al señor Güisqui haciendo que su mejilla se colorease de rojo.

-¿Pero qué hace? - ¡Plas!

Y le metió otro guantazo ante la absorta mirada del público.

-¿Está usted loco? – Y ¡Plas! Otro más.

Brad Güisqui montó en cólera y alzó su mano pegándole otro guantazo a nuestro héroe. Este no se contuvo y le metió un puñetazo al artista partiéndole algún diente. Después dijo:

-¿Lo ves? Incluso a ti te ha calado hondo.

Brad comenzó a llorar y a gritar “¡Seguridad! ¡Seguridad!” Y el Desenfrenado tuvo que huir como las aves ante el disparo.

Recuerdo que hace no mucho cuando me contaba esta anécdota me decía:

-Jamás he entendido a estos artistas, mucho causar sensaciones, pero no son capaces de aguantar nada.

Anécdota01

Normalmente no me importa que una historia sea ficticia o no, ni como escritor ni como lector. Al fin y al cabo lo relevante es que alguien ha considerado esa historia como transmisible, como digna de ser leída o escuchada. Esta historia es real, es más, lo acabo de vivenciar hace menos de veinte minutos.

Estaba yo sentado comiendo un bocadillo en un bar, en el borde de la barra y me hallaba observando a un hombre quien con agitación y premura insertaba monedas para que una máquina le diese la posibilidad de jugarse el dinero. El hombre se encontraba absorto entre lucecitas y botones. Para cualquier español medio, esto es una trivialidad, y estaría de acuerdo con él si no fuera por lo siguiente.

Llegado un momento en el que al individuo se le acabaron las monedas, hubo de darse media vuelta y dirigirse hasta la barra del bar. Una vez allí le dijo a uno de los camareros (eran dos):
-¿Me das cambio de diez?

De tal manera que el camarero se volteó sin esperar a que el jugador le diera el billete para poder devolverle el cambio lo más rápido posible, a este camarero le llamaré: Camarero 1. El otro camarero, que por lógica será: Camarero 2; se acercó para recoger el billete del hombre, y tal billete era de 20 euros.

En seguida llegó el Camarero 1 con diez monedas de 1 euro que entregó al solicitante. Y el Camarero 2 al darse cuenta de que faltaban 10 euros por devolver, dubitativo se lo comentó a su compañero a la par que agarraba un billete de 10 euros de la caja. El compañero (Camarero 1) inmediatamente corrigió el error del otro camarero y en vez de coger un billete de 10 cogió otras diez monedas de 1 euro. El Camarero 2 calló y continuó su trabajo. El Camarero 1 acabó dándole 20 monedas de 1 euro al jugador.

No sé si habrá quedado clara la jugada. Yo la vi como la luz del día. El caso es que al poco llegó un amigo del Camarero 1, quien pidió una cerveza. Estaban hablando tranquilamente y este amigo se quedó, como a mí a veces me pasa, embobado mirando a las lucecitas de la máquina mientras el jugador continuamente insertaba monedas y presionaba botones. Al darse cuenta el Camarero 1, que era de todo menos tonto, de lo que sucedía, exclamó:

-¡Deja de mirar ya a la máquina! Que te va mucho eso a ti de la máquina. Acuérdate de lo que le pasó ayer a tu amigo, que echó, echó y nada le devolvió. Olvídate de la máquina.

Y así el Camarero 1 rescató del encanto a su amigo.

No tengo ni idea de si quedó claro el asunto, pero lo conté tal y como me ha sucedido. Quizá añadir que desconozco, porque en seguida me marché, si el jugador traspasaría la barrera de los 11 euros, pero dudo que no lo hiciese.

Barbafuego

Esta es la historia de Barbafuego, un hombre que cayó en la ruina.

Hasta entonces su vida había sido como el atardecer o amanecer en la playa. Pero tras quedar en la ruina llegó la noche, fría y despiadada compañera.

De entre las muchas anécdotas que podría contar hoy, he decidido escoger la ocasión en que se ganó su nombre: Barbafuego ¿y porqué? Pues la verdad es que es muy sencillo…

Barbafuego carecía, como suele decirse, de dinero. Hacía vida en la calle y comía desperdicios. Siempre llevaba la misma camisa y limpia, si podía. Sobrevivía en base a una idea muy curiosa, y es que le encantaban los filetes. Tenía buenos recuerdos de ellos, especialmente de cuando era pequeño y disfrutaba de aquel delicioso sabor a carne, grasa y hollín. Se deleitaba diariamente evocando tales sensaciones y esto, damas y caballeros, le ayudó a permanecer cuerdo. Si comía basura pensaba que algún día mordería un buen filete; si pasaba frío al dormir, soñaba que se encontraba frente al generoso fuego de una barbacoa.

Y así transcurría el tiempo mientras pensaba en filetes y más filetes hasta que un día se le ocurrió que podría ahorrar para ver tal deseo hecho realidad. Poquito a poquito, quitando de aquí y quitando de allá, llegaría en algún momento a tener dinero suficiente como para comprar un solomillo.

Y así lo hizo: lo compró.

Era un pedazo de carne enorme. Dignísimo de un jefe o un alcalde o un rey. Barbafuego estaba tan emocionado que en la carnicería sus ojos lloraron contagiando al carnicero, quien no pudo menos que cobrarle la mitad de su precio.

Con el dinero sobrante decidió comprar unas tablas para hacer la barbacoa. Que fuesen grandes y que fuesen muchas, pensando que para una vez que se compra un filete, no podía faltar el fuego.

Conocía una llanura cercana a un bosque que poseía, como por casualidad, una construcción que la gente utilizaba para hacer barbacoas. Era el sitio perfecto, había una gran rejilla de metal encima de un hueco de piedra. Allí puso todas las tablas y las prendió gracias al mechero que solía utilizar en las emergencias.

¡Oh, Fuego! ¡Oh! Qué precioso es, ¿verdad? Así lo pensaba nuestro amigo escuchando crepitar la madera.

Qué nervios tenía cuando se disponía a poner el filete sobre la rejilla… Al final lo tiró cerrando los ojos y el destino puso las cosas en marcha.

Barbafuego observó sonriente durante unos minutos cómo su rojo filete se tostaba adquiriendo corteza. Pero tardaba mucho, era muy lento el proceso y se impacientó. Rebuscó tratando de encontrar un tenedor de entre sus cosas, pinchó al filete y lo recolocó en la rejilla, dejándolo en su centro. Ahora sí que la temperatura era perfecta. El solomillo se doraba conforme las pequeñas llamas crecían. Qué bonito verlo, contemplar al fuego trabajando, luchando contra la cruda carne y sonreír al apreciar su supremacía.

Entre tales actitudes se hallaba Barbafuego cuando se percató de que las llamas ya eran muy altas, sería mejor retirar un poco el filete. Agarró el tenedor y pinchó en la carne con firmeza. ¡Ay! Se quemó, tendría que repetirlo con más cuidado. Pero ¡ay! Se volvió a quemar. Tuvo que frotarse el brazo para aliviar el dolor.

Debía volver a intentarlo, rescatar a su querido solomillo del malvado fuego. Así que aunó fuerzas, contuvo la respiración y se volvió a quemar. Y mucho.

Qué dolor, qué dolor era el suyo. ¿Cómo lo sacaría de allí? No quería que le quedase muy hecho, adoraba el regusto a sangre en la carne. Barbafuego necesitaba pensar: ¿Cómo lo haría? Miró entre sus pertenencias buscando una salida y encontró un cordel.

¡Ya está! Ataría un palo al tenedor y conseguiría sacar sus esperanzas de aquel infierno. Con ese invento nada podía fallar, sólo tenía que buscar una madera robusta, firme y que no estuviese seca, después la enlazaría al tenedor y asunto arreglado.

“Menos mal que se me ha ocurrido” se decía el indigente buscando el palo. No tardó mucho en hallarlo y en ejecutar su invención. Cuando hubo terminado respiró profundamente con orgullo y se puso manos a la obra.

Con el tenedor extendido pinchó el filete, pero era tan grande que se le cayó al intentar levantarlo. No pasaba nada, se repetía una y otra vez, pero no era fácil conseguirlo.
Entretanto, una gota de sudor y de preocupación apareció en su rostro. Las llamas seguían creciendo y las tablas crujían, ya era casi imposible que la carne quedase como a él le gustaba. Esto le enervaba, dificultando el levantamiento.

De repente se le ocurrió que quizás el palo no aguantase el calor, los nervios solían jugarle tales pasadas, pero él se aferraba al pensamiento de que la madera era robusta, firme y húmeda, impidiéndola así arder rápidamente y deshacerse.

Barbafuego tenía razón: el palo no se quemó; el tenedor tampoco, pero el cordel que los unía sí.
El tridente clavado quedó sobre el solomillo, erigiendo sobre las llamas su figura; el cordel se desintegró y el indigente permaneció de pie boquiabierto y con un palo robusto, firme y húmedo en la mano.

“¡Ahhhhhh!” gritó, claro que gritó: “¡Ahhhhhh!” Su filete… Era su filete, era sus ahorros, sueños y sacrificios. “¡Ahhhhhh!” Gritó otra vez. Se teñía de marrón o negro por momentos. Era espantoso.

Intentó meter la mano en desesperada rogativa. Pero era imposible, se quemó una, dos y tres veces más hasta aceptar la derrota: se quemaría, ardería como ardió Troya, como “El Coloso en llamas”, como la gente mala en el infierno. Con grandes esfuerzos se resignó a ello, lo aceptó como tantas otras ilusiones estropeadas en la vida e, inmóvil, contempló el espectáculo.

La carne se endurecía, se ennegrecía, de ella nacían pequeñas llamitas, y el tenedor enhiesto recordaba la posibilidad que se perdió. Su filete se quemaba y se quemaba de verdad.

Estando ya abatido, hecho a la idea. Algo surgió en su interior que le dijo: No, no, no puedes permitirlo. La adrenalina, la pasión, la valentía, las esperanzas y la estupidez se apoderaron de su cuerpo, lanzándose con la boca abierta para que, costase lo que costase, al menos tuviese el recuerdo del sabor de su filete.

Y recuerdo efectivamente consiguió: se quedó con un diente menos por morder metal y ganó un apropiado apodo: Barbafuego.